Dignidad en el empleo
Muchos pensaríamos que trabajar en una universidad pública es un privilegio, es más, hasta los funcionarios de primer nivel lo señalan, uno que otro político de la 4T se referió a estas instituciones como barriles sin fondo plagadas de mafias y de caciques.
A quienes trabajamos en las universidades públicas esos comentarios nos molestan, incluso nos ofenden, porque la mayoría de nosotros no pertenecemos a esas mafias ni somos parte de esos grupos caciquiles.
Pero hay momentos en los que quienes pensamos en la universidad como un espacio de diálogo, debate, discusión, investigación, crecimiento, desarrollo, formación y transformación. Nos damos cuenta de que ese sitio que nosotros concebimos como el modelo en el que se forman a las futuras generaciones de profesionistas tiene irregularidades y una que otra o muchas injusticias.
Pensemos en una universidad cualquiera, donde los mecanismos de ingreso a la docencia están pactados de forma bilateral, entre sindicato y patrón, procesos basados en méritos académicos, habilidades pedagógicas, conocimientos en ciertas áreas o materias. Nos preparamos día y noche para poder participar en un proceso de selección en el que, a partir de una solicitud, podamos aplicar una evaluación en la que no solo los docentes de carrera, también los alumnos, puedan evaluarnos para valorar si somos aptos o no para impartir una materia.
Ese proceso no violenta derechos, al contrario, da certeza a la juventud de que sus maestros son los más preparados y capaces para impartir la materia, así como seguridad a las autoridades que proveen de recurso económico de que se está ejerciendo de manera responsable el dinero que se le otorga a la universidad. Nuestros impuestos como ciudadanía están bien invertidos.
Pensemos en docentes que se retiraron y dejaron espacios vacantes, quien ocupe esos lugares será seleccionado a partir de evaluaciones, en los que no solo se observan sus conocimientos de la materia y sus habilidades pedagógicas, también se valorará su capacidad crítica de proponer un nuevo programa y de criticar el existente para generar mejoras en los planes de estudio. Procesos que además dan certeza a la sociedad de que sus impuestos están bien invertidos.
Pero ¿qué pasa si pensamos en una universidad en la que ingresan personas por ser conocidos del rector, amigos de los funcionarios? o qué ¿sucede cuando a los espacios vacantes llegan personas recomendadas que nunca fueron evaluadas y que se brincaron los derechos de muchos que llevan años formados esperando por una evaluación?, o ¿qué sucede cuando se crean espacios nuevos que no están justificados presupuestal ni académicamente para amigos, hermanos o familiares del rector?
Ahí en ese punto, la sociedad se podría molestar, pero no lo hace porque no se da cuenta. El gobierno se pudiera molestar, pero no lo hace porque la universidad se dice autónoma, como si ello implicara no tener reglas.
Los maestros que ven vulnerados sus derechos se pudieran molestar y lo hacen, se manifiestan, reclaman, mandan oficios que nunca reciben respuesta y agotan los canales de diálogo, porque nadie los escucha y deciden tomar las instalaciones para que alguien les haga caso. Es ahí, justo en ese punto, en el que las víctimas de la violación a sus derechos se vuelven los peores criminales, porque los acusan de negarles el derecho a la educación a los jóvenes, cuando en el fondo, quien violentó sus derechos es quien los orilló a tomar medidas extremas por no dialogar.
En qué momento dejamos de ser empáticos con aquellos que luchan por sus derechos y tildamos de político todo lo que no nos gusta, cuando en el fondo lo que estamos negando es ver una realidad: la precarización de la labor docente es inminente y por ello necesitamos solidarizarnos ante las injusticias que se cometen en contra de maestros que todos los días cumplen con su jornada laboral, pero no son hermanos del rector y por eso no les pagan su quincena ni les dan seguridad social ni estabilidad en el empleo.