Ilusión… Tragedia
El pobre de Maximiliano estaba feliz de que al fin todo hubiera terminado. Las seguridades que los jefes republicanos le dieron de que su vida sería respetada le había infundido mucho ánimo. Desgraciadamente aquellos jefes -Echegaray, Escobedo- hablaban conforme a sus deseos y no según la voluntad de quien los mandaba: don Benito Juárez.
Por instrucciones de Escobedo gozaba el archiduque de toda suerte de consideraciones. Podía recibir visitas a cualquier hora y de cualquier persona. Así, fueron a saludarlo en su prisión los embajadores de Bélgica y Prusia. Ambos, con la mayor discreción y tacto posibles, le manifestaron estar preocupados por su seguridad.
-¡No os inquietéis, amigos míos! -les respondió Maximiliano alegremente-. Soy un prisionero de guerra; estoy siendo tratado de manera que no viola ninguna de las reglas conforme a las cuales tratan a sus prisioneros las naciones europeas.
Luego, en el curso de la conversación, les dio a conocer los planes que tenía:
-Seguramente Franz -su hermano, el emperador de Austria- enviará mi yate para que venga a recogerme. El invierno se acerca, de modo que iré a Cádiz. ¡Después de haber gozado el clima espléndido de México ya no podría soportar uno de esos horribles inviernos del norte de Europa!
Habló después vagamente de su deseo de regresar a América. No volvería a México, naturalmente. Ya había empeñado su palabra de príncipe de que jamás regresaría a ese amado país, ni se mezclaría en su política. Pero iría quizá a Brasil, donde tenía amigos que lo recibirían bien.
Desolados los dos embajadores, que conocían bien a Juárez, escuchaban aquellas palabras sin hablar.
Escobedo se estaba portando como todo un caballero. Maximiliano hizo que le preguntaran si podría visitarlo en su alojamiento de la hacienda La Purísima, y Escobedo no sólo autorizó la visita, sino que puso a disposición del prisionero un carruaje. En él, sin ninguna escolta, fue Maximiliano a ver a don Mariano. Lo acompañaron el príncipe y la princesa Salm. Esta había viajado sin detenerse desde San Luis Potosí hasta Querétaro cuando recibió la noticia del vencimiento y prisión del emperador. Su intuición de mujer le decía que la vida de Maximiliano estaba en riesgo. Quería salvarlo a toda costa.
Escobedo recibió con respetuosa cortesía a Maximiliano. El prisionero le expuso su propósito de salir del país y no volver jamás a él, de no participar ya nunca en los asuntos políticos de México. A cambio pedía que su vida fuera respetada, lo mismo que la de sus oficiales europeos, y encomendaba a sus partidarios mexicanos a la clemencia de la república. Escobedo lo escuchó en silencio y dijo que trasmitiría su mensaje a Juárez.